El día pintaba propicio para la nueva aventura. Todo estaba listo para iniciar la travesía. Era la número 30 y con esta José Féliz Ferreras, mejor conocido como Alcides, pretendía sellar con “broche de oro” una peligrosa y arriesgada faena que desempeñaba desde 1999, cuando un amigo le propuso ganar dinero extra transportando personas en yola.
¿En yola? Preguntó, al escuchar la sugerencia… Entonces respondió con esta respuesta: ¿Me propones llevar gente a Puerto Rico en yola?
-¡Así es! dijo, el amigo. Nadie como tú para ese trabajo, porque conoces el mar como la palma de tu mano…
Un día cualquiera de noviembre de 2003… (porque no recordó la fecha exacta)… luego de participar en 29 viajes, Alcides, que para ese entonces contaba con menos de 25 años, despertó antes que el reloj lo hiciera. El día anterior se acostó con las gallinas, a la caída del sol.
El viaje estaba pautado para la una de la mañana, pero fue a las seis y media cuando encendieron los motores de la yola y arrancaron. Esa madrugada, salió contrariado, como solía pasarle en casi todos los viajes.
La historia que cuenta Alcides sale a relucir durante un recorrido como guía de un grupo de turistas que visitaba El Morro, en Monte Cristi, trabajo con el que se gana ahora la vida, y en un momento en que la embarcación se balanceaba entre las olas, y en medio del pánico y la risa atizó a comentar que a él no se le voltea una yola, ni le coge agua. Y así empieza a narrar el viacrucis del viaje número 30.
En total, 67 personas subieron a la frágil embarcación desde Miches, provincia de El Seibo, con destino a Puerto Rico. Casi todos pagaron entre 30 y 35 mil pesos. Arribaron a la yola y se acomodaron. Iban apretujados, como sardinas enlatadas. Alcides cuenta que las personas que viajan en yola no opinan, ni hablan, solo atinan a mirarse a los ojos como si se le quisieran salir de la cara, y obedecen los mandatos sin remilgos.
A las cuatro de la tarde llegaron a Desecheo, una pequeña isla deshabitada que se encuentra a 21 kilómetros de la costa de Punta Higüero, en Puerto Rico, y a 50 kilómetros de la isla Mona. Cuando los viajeros ilegales llegan a ese lugar aun con el sol afuera, se espera que oscurezca para continuar el viaje.
De repente se impone el silencio. La embarcación está a la deriva con los motores apagados. Mientras esperan que caiga la noche, la tripulación completa aprovecha para comer algo de pan, salami, naranjas e ingerir líquidos.
Listos para seguir, Alcides manipula el encendido del motor más grande de la embarcación, de 150 caballos, y se escucha un acelerón… El alboroto es obvio entre los viajeros, porque el agua empieza a penetrar a la yola, y se percatan que el acelerón provocó que la popa de la yola se partiera en dos, el agua empezó a entrar y la puso casi a mitad.
Los nervios traicionan la tranquilidad de los viajeros y comienzan a gritar. Entre los 67 pasajeros, iban 30 mujeres. Las edades oscilaban entre 20 y 50 años, continúa narrando el hombre de baja estatura y tez oscura.
“Tranquilos, que aquí no va a pasar nada, le gritó el capitán a los pasajeros”, cuenta Alcides. Inmediatamente, agarraron seis garrafones vacíos que llevaron con combustibles, los partieron por mitad y comenzaron a sacar el agua de la embarcación hasta que lograron encender el segundo motor de menor potencia, 85 caballos de fuerza.
“Algunos pensaron que se iban a ahogar, eran gritos desesperados, sobre todo las mujeres y algunos hombres”, confiesa el experimentado yolero.
Ya con la yola libre de agua, el capitán decidió emprender el viaje, pero con un retraso marcado. No llegarían a la hora estimada, sino mucho más tarde y corriendo el riesgo de ser descubiertos. “Lo importante es llegar de noche, en medio de la oscuridad”, dice.
Pasadas las diez de la noche, la situación se había tornado incómoda, los gritos persistían y continuaba la incertidumbre entre los viajeros. La situación provocó que el capitán también se sulfurara. Vivían un momento de plena incertidumbre, en la que el naufragio de la yola parecía inminente. Ante esa realidad, el capitán alzó la voz y propuso al grupo completo entregarse a las autoridades costeras. Todos asintieron, pero con la advertencia de no dar parte a las autoridades de la existencia del capitán. “Ahora todos somos iguales, nadie es capitán, ¡Entendido!”, fueron las palabras previas de los manejadores del viaje, comentó.
Entonces encendieron un foco, y en menos de segundos, una luz intensa los alumbró de lejos, casi provocándole ceguera momentánea.
Inmediatamente, la seguridad costera se acercó a la yola, y a menos de 100 metros de distancia preguntó por el megáfono: ¿son cubanos, chinos, haitianos o dominicanos? Tiren sus armas al mar… rápido…
-“Somos dominicanos…”, gritaron, ipso facto
-“Pues tiren sus machetes al mar”, ordenaron…
-“No estamos armados”, respondieron
-¿Cuántos son?
-67, responden los yoleros.
-¿Cuántas mujeres?, preguntan las autoridades costeras.
-30, gritan desde la yola.
Alcides cuenta que la guardia costera les lanzó tres botecitos inflables, con la advertencia de que primero subieran las mujeres, a quienes, además, les enviaron chalecos salvavidas.
Ya todos detenidos por la guardia costera, los militares prendieron fuego a la yola y los entregaron a la comandancia de La Romana, cuenta Alcides, quien afirma que ninguno de los viajeros fue fichado.
Hoy, la vida de Alcides transcurre en el mar, como guía de turistas que visitan Monte Cristi y sus encantadores balnearios entre manglares, piscinas naturales y las playas que bordean el famoso y visitado Morro. Ahí, entre el bamboleo del bote, Alcides dice ser feliz
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